Por fin, tiene los ojos cerrados
Concluyo la pesadilla.
En cualquier momento llegara la ambulancia.
Cuarenta años de soportar infidelidades y no precisamente con mujeres de categoría.
En la época que manejaba el taxi se posesiono como latín lover. Sentía predilección por las morochas.
La mayoría de sus levantes eran en el colectivo o en los bares donde el café por las tardes, era la excusa.
Ya jubilado disponía de mucho tiempo y lo utilizaba para sus conquistas
Una vez encontré escritos y al leerlos me descompuse,
el muy traidor se había acostado con una de mis tías y lo consideraba un hecho natural .
Los anónimos por debajo la puerta, llamadas telefónicas o cruzarme con alguien a la salida de mi casa cuando iba a mi trabajo eran continuos.
Las abandonadas pretendían vengarse
Porque el idiota daba la dirección de nuestra casa sin pensar que era un bumerang, que podía volverse contra el en cualquier momento
La ultima fue una rubiecita con aspecto delicado, que con frases entrecortadas y llorando me contó el maltrato psicológico de que la hacia objeto.
Y con mi hermana, el creyó que no me daba cuenta pero guarde silencio por mis hijos.
Esa fue la rabia contenida que me hizo tomar la decisión.
Hacia años que era impotente e ingería cualquier medicamento del mercado para recuperar su virilidad, siempre infructuosamente. Cuando salíamos juntos con gran disimulo miraba a cualquier exponente femenino con marcado interés.
El infeliz pensó en su soberbia que porque yo fingía
gozar con sus caricias, aun estaba enamorada
Ya era un suplicio aceptar su contacto. El olor a ginebra que despedía solo me provocaba desprecio y rechazo.
Al jubilarme los dueños de la empresa me propusieron continuar trabajando y al pensar en Cesar, acepte.
Nuestros encuentros, algún que otro mediodía se justificaban con idas al dentista o algún otro profesional que se me ocurriera.
El ya no sabrá que seguiré disfrutando de mi amante
Lo miro, esta quieto, pero en mi mente se repite la escena.
Cuando esa mañana se descompuso pensé que el destino había propiciado la situación y al ayudarlo para llegar a la cama, me pidió las pastillas del corazón.
Fui indiferente a su reclamo, como si no hubiese escuchado.
Ya casi sin voz, repitió : las pastillas, por favor
Las convulsiones, la respiración agitada y por fin el silencio.
Suena el timbre, un gran alivio me invade, lo miro una vez más, sin emoción, sin tristeza.
Silvia N. Fabiani