miércoles, 15 de julio de 2009

Lluvia
Sintió un estremecimiento. El frío pasaba a través de sus ropas raídas.
La lluvia caía torrencialmente y cuando asomaba la cabeza algunas gotas corrían por su rostro. Sentada en un rincón del inmenso portal, su figura se perdía ante la imponencia de la iglesia. Ella esperaba, con su alma de niña, siempre esperaba, que algún alma caritativa le diera una moneda.
Sus apenas doce años no le impedían saber que necesitaba.
Deseaba tener una casa limpia, como frente a las que ella se paraba para pedir limosna y llevarla corriendo a las rusticas manos de su madre.
Estaba cansada del barro de la villa. Barro que le ensuciaba los pies, las manos, y a veces le llegaba al corazón.
Por eso se escapaba cuando llovía, le agradaba mirar la transparencia del agua acentuando el verde de los árboles, el color de las flores. Estiraba las manos y mojadas se las pasaba por el cabello apelmazado y sin brillo por la falta de higiene.
Anhelaba vivir en una casa. El jardín debía explotar de plantas y perfumes.
Disfrutar del pasto humedecido sin embarrarse.
Un lugar donde asearse cada día y oler a jazmines nacarados.
Un lecho calido donde enrollar y alimentar sus fantasías.
Una casa y el reflejo del sol cada mañana. Escuchar el cantar de los pájaros en feliz algarabía.
Se detuvo la lluvia y Anabella con gesto triste de muchacha solitaria emprendió el camino de regreso hacia su mundo gris.
El olor a puchero de pobre, mezclado con el de la basura amontonada a los costados de las casillas de chapas le llegaba a su nariz hasta ahogarla. Miraba las puertas rotas que dejaban traslucir una pintura vieja y descascarada, nunca supo porque comparaba los colores con el del arco iris que una vez siendo muy niña vio en un pajonal cerca del río.
Al entrar la madre le pregunto ¿Dónde estuviste? Mientras recogía las colchonetas del suelo donde sus hermanos menores dormían. Esperando, contesto. Y la madre ya entendía.
Vino tu tía, le dijo .preguntó si queres ir a vivir con ella.
Anabella no dudo en contestar, la tía Esther era una señora grande, pero vivía sola y si bien intuía que era para que la cuidara, no lo dudo un instante.
Los años pasaron.
Anabella concluyo sus estudios secundarios con muy buenas notas
A pesar del tiempo, en sus pensamientos siempre rondaba la idea de tener una casa suya, única y diferente.
Cuando conoció a Eduardo todo indicaba que era su hombre.
Los sufrimientos de la villa habían quedado atrás.
Se casaron y Eduardo le había comprado la casa tan ansiada.
Anabella tenía su jardín. Pero las desavenencias se pusieron de manifiesto muy pronto y la convivencia se tornó imposible.
Decidieron separarse. Y allí comenzó el drama y las divisiones. La casa había que venderla.
Las manos le temblaban cuando tuvo que colocar sus queridas plantas en los macetones. No había dudas sobre quien se quedaría con ellas, representaban buena parte de sus sueños.
Cuando llegaron los de la mudanza, ella observaba como se llevaban sus muebles, esos que fueron testigos silenciosos de un amor fallido
Sintió que sus lágrimas estaban por saltar. Echo una última mirada en cada cuarto, mientras el corazón se le oprimía. Cerro la puerta de entrada con un golpe seco, subió al auto y se dirigió a la inmobiliaria. Pidió que le colocaran un cartel de venta, sonrió sarcásticamente para sus adentros y pensó en la similitud con las leyendas de las tumbas. Así se sentía.
Pero al menos no regresaría a la villa aunque el destino abriera un interrogante sobre su vida. De eso, estaba segura. Silvia Noemi Fabiani

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