Viaje en tren
Leontina subió al tren y se acomodó en el tercer asiento del último vagón. A esa hora viajaba poca gente. Y como siempre escuchó la voz del hombre, que mirando por la ventanilla hablaba solo. De piel blanca y ojos claros no tendría mas de cuarenta y cinco años, vestía con ropa sencilla pero limpia, y era evidente que padecía una confusión mental. Decía oraciones cortas, a veces incoherentes, a veces no tanto. Lo extraño era que lo hacía con distinto timbre de voz. De pronto impostaba el sonido o lo agudizaba como si la que hablase fuese una mujer. Leontina ya se había acostumbrado a escucharlo. Sentado en el último asiento del vagón, sabría Dios de dónde vendría o hacia dónde iría. Los pocos pasajeros que viajaban en ese horario estaban pendientes de las palabras que el desconocido decía; no molestaba, ni agredía a nadie. Guardaba silencio cuando los vendedores ambulantes ofrecían sus productos. Decía frases como: “el sol brilla detrás de las nubes” y las repetía hasta tres veces y luego cambiaba el tono y el volumen de la voz. “¿Por qué me dijo que no? Mienten, mienten todos mienten. Si no me apuro voy a llegar tarde”. También cantaba estribillos cortos de canciones populares..Si entonaba un tango impostaba la voz y con el bolero suavizaba las estrofas, seguramente había estudiado música pues no desafinaba En todo el trayecto no paraba de hablar o de cantar. Ese día Leontina estaba más cansada que otras veces y entornó los ojos tratando de dormitar, todavía faltaban diez estaciones para bajar. Pensó en Herbert. Se preguntaba porqué habían llegado a este extremo de indiferencia y costumbrismo y no era por falta de cariño, pero ella esperaba siempre algún gesto diferente por parte de él, pero eso nunca llegaba. De pronto agudizó el oído y lo escuchó: “Que Alfredo me extrañe, que Alfredo me extrañe, que Alfredo me entrañe”. El loco como ella lo calificaba, decía esto con verdadera angustia,tal vez era homosexual o no ,, su aspecto era muy varonil, pero en esta época en que la liberación de la sexualidad era tan normal, era difícil saberlo, entonces pensó en la inmensa necesidad que tiene el hombre de ser amado, que hasta alguien que evidenciaba estar desquiciado no perdía el sentido del amor. No estaba tan errada en querer mejorar la relación con Herbert, por su parte, ella lo intentaría. Si bien habían llegado a limites insospechados, la costumbre y a veces las discusiones por banalidades los habían ido separando Se acurrucó en el asiento y pensó qué le diría cuando se encontrasen esa tarde en la estación. Porque el estaría allí, como siempre erguido y con esa mirada serena y límpida que tanto la fascinaba.
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